Victoria Ocampo
Ramona Victoria Epifanía Rufina Ocampo nació el 7 de abril de 1890 a las 16:00 hs. en la calle Viamonte 482, en una familia aristocrática íntimamente relacionada con la historia de la República Argentina. Hija de Manuel Ocampo, ingeniero y constructor de caminos y de Ramona Aguirre Herrera, tuvo cinco hermanas, entre las cuales está Silvina Ocampo, también escritora. Durante su infancia fue educada por institutrices, aprendiendo francés, inglés y español. En 1896 viaja con la familia a Europa y queda fascinada con París, lugar que volvería varias veces en su vida. En 1912, Victoria Ocampo contrae matrimonio con Bernardo de Estrada, pero estando de luna de miel por Europa descubre una carta de su esposo hacia su padre que le aseguraba que "los delirios de Victoria por ser actriz desaparecerían cuando quedara embarazada", hecho que la enfurece y se divorcia al poco tiempo. En 1916 conoce a José Ortega y Gasset y ambos quedan impresionados, Victoria Ocampo por la "inteligencia efervescente" del filósofo y éste llamándola “Gioconda de las pampas”. En 1920 publica su primera nota en el diario "La nación", donde habla de la desigualdad entre los seres humanos. En 1924 llega a Buenos Aires Rabindranath Tagore y Victoria Ocampo lo hospeda en una propiedad de la familia, mostrando gran admiración hacia él. En 1931 funda la revista Sur, donde escribirían muchos de los escritores más importantes del siglo. Dos años más tarde funda la editorial Sur para divulgar la mejor literatura de la época y solventar la revista. En 1946, Juan Domingo Perón promete en un discurso darle el voto a la mujer, algo que Victoria Ocampo venía promoviendo, pero la escritora no está de acuerdo que sea un gobierno antidemocrático el que promueva eso. Años más tarde, la familia es marcada por los peronistas como "oligarcas disidentes", siendo presa política en 1953. Estando de visita en Buenos Aires, Indira Gandhi le otorga el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Visva Barathi a Victoria Ocampo. Tiempo antes de morir afectada por un cáncer, Victoria Ocampo decide donar Villa Ocampo y Villa Victoria a la UNESCO.
Falleció en Buenos Aires el 27 de enero de 1979.
Falleció en Buenos Aires el 27 de enero de 1979.
Mimoso
Desde hacía cinco días Mimoso agonizaba. Mercedes con una cucharita le daba leche, jugo de frutas y té. Mercedes llamó por teléfono al embalsamador, dio la altura y el largo del perro y pidió los precios. Embalsamarlo iba a costar casi un mes de sueldo. Cortó la comunicación y pensó llevarlo inmediatamente para que no se estropeara demasiado. Al mirarse en el espejo vio que sus ojos estaban muy hinchados por el llanto y decidió esperar la muerte de Mimoso. Junto a la estufa de kerosene, colocó un platito y volvió a darle leche al perro, pero con la cucharita. Ya no abría la boca y la leche se derramó por el suelo. A las ocho llegó el marido, lloraron juntos y se consolaron pensando en el embalsamamiento. Imaginaron al perro en la entrada de la habitación, con sus ojos de vidrio, cuidando simbólicamente la casa.
A la mañana siguiente Mercedes metió al perro adentro de una bolsa. Estaba muerto. Hizo un paquete con arpillera y papel de diario para no llamar la atención en el colectivo y lo llevó a la tienda del embalsamador. En el escaparate de la casa vio muchos pájaros, monos embalsamados y víboras. La hicieron esperar. El hombre apareció en mangas de camisa, fumando un cigarro toscano. Tomó el paquete, diciendo:
—Me trajo el perro. ¿Cómo lo quiere? —Mercedes pareció no comprender. El hombre trajo un álbum lleno de dibujos—. ¿Lo quiere sentado, acostado o parado? ¿Sobre un soporte de madera negra o pintadito de blanco? ¿Cómo lo quiere?
Mercedes miró sin ver nada :
—Sentadito, con las patitas cruzadas.
—¿Con las patitas cruzadas? —repitió el hombre, como si no le gustara.
—Como usted quiera —dijo Mercedes, ruborizándose.
Hacía calor, un calor sofocante. Mercedes se quitó el abrigo.
—Vamos a ver al animal —dijo el hombre, abriendo el paquete. Tomó a Mimoso por las patas traseras, y continuó—: No está tan gordito como su dueña —y lanzó una carcajada. La miró de arriba abajo y ella bajó los ojos—. Cuando lo vea listo le va a dar ganas de comerlo.
Mercedes dijo, tratando de contener sus deseos de abofetear o de quitar el perro al hombre:
—Quiero que tenga un soporte de madera como aquél —le enseñó el que sostenía una paloma mensajera.
—Veo que la señora tiene buen gusto —musitó el hombre—, ¿Y los ojos de qué los quiere? De vidrio resultará un poco más caro.
—Los quiero de vidrio —respondió Mercedes.
—¿Verdes, azules o amarillos?
—Amarillos —dijo Mercedes, impetuosamente—. Tenía los ojos amarillos como las mariposas.
—¿Y usted les vio los ojos a las mariposas?
—Como las alas —protestó Mercedes—, como las alas de las mariposas.
—¡Ya me parecía! Tiene que pagar adelantado —dijo el hombre.
—Ya lo sé —respondió Mercedes—, me dijo por teléfono —abrió su cartera y sacó los billetes; los contó y los dejó sobre la mesa. El hombre le dio el recibo—. ¿Cuándo estará listo para venir a buscarlo? —preguntó, guardando el recibo en su cartera.
—No hace falta. Se lo llevaré yo el veinte del mes que viene.
—Vendré a buscarlo con mi marido —respondió Mercedes y salió precipitadamente de la casa.
Las amigas de Mercedes supieron que el perro había muerto y quisieron saber qué habían hecho con el cadáver. Mercedes dijo que lo habían hecho embalsamar y nadie le creyó. Muchas personas rieron. Ella resolvió que era mejor decir que lo había tirado por ahí. Con su tejido en la mano esperaba como Penélope, tejiendo, la llegada del perro embalsamado. Pero el perro no llegaba. Mercedes todavía lloraba y se secaba las lágrimas con el pañuelo floreado.
El día convenido Mercedes recibió un llamado telefónico: el perro ya estaba embalsamado, sólo faltaba ir a buscarlo. El hombre no podía ir tan lejos. Mercedes y su marido fueron a buscar al perro en un taxímetro.
—Lo que nos ha hecho gastar este perro —dijo el marido de Mercedes, en el taxímetro, mirando los números que subían.
—Un hijo no hubiera costado más —dijo Mercedes, sacando su pañuelo del bolsillo y enjugándose las lágrimas.
—Bueno, basta; ya lloraste bastante. En la casa del embalsamador tuvieron que esperar. Mercedes no hablaba, pero su marido la miraba atentamente.
—¿La gente no dirá que estás loca? —inquirió su marido con una sonrisa.
—Peor para ellos —respondió Mercedes apasionadamente—. No tienen corazón, y la vida es muy triste para los que no tienen corazón. Nadie los quiere.
—Mujer, tienes razón.
El embalsamador trajo casi demasiado pronto al perro. Sobre un pie de madera barnizada de oscuro, semisentado, con los ojos de vidrio y el hocico barnizado estaba Mimoso. Nunca había parecido de mejor salud; estaba gordo, bien peinado y lustroso, lo único que le faltaba era hablar. Mercedes lo acarició con sus manos trémulas; lágrimas saltaron de sus ojos y cayeron sobre la cabeza del perro.
—No me lo moje —dijo el embalsamador—. Y lávese la mano.
—Sólo le falta hablar —dijo el marido de Mercedes—. ¿Cómo hace estas maravillas?
—Con venenos, señor. Todo el trabajo lo hago con venenos, con guantes y anteojos, de otro modo, me intoxicaría. Es un sistema personal. ¿No hay niños en su casa?
—No.
—¿Será peligroso para nosotros? —preguntó Mercedes.
—Únicamente si lo comen —respondió el hombre.
—Tenemos que envolverlo —dijo Mercedes, después de secar sus lágrimas.
El embalsamador envolvió el animal embalsamado en papeles de diario y entregó el paquete al marido de Mercedes. Salieron con alegría. En el camino hablaron del lugar donde colocarían a Mimoso. Eligieron el vestíbulo de la casa, junto a la mesita del teléfono en donde Mimoso los esperaba cuando ellos salían.
Después de examinar el trabajo del embalsamador, una vez en la casa, colocaron al perro en el lugar elegido. Mercedes se sentó frente a él para mirarlo: ese perro muerto la acompañaría como la había acompañado el mismo perro vivo, la defendería de los ladrones y de la soledad. Le acarició la cabeza con la punta de los dedos y cuando creyó que el marido no la miraba, le dio un beso furtivo.
—¿Qué dirán tus amigas, cuando vean esto? —inquirió el marido—. Que dirá el tenedor de libros de la Casa Merluchi.
—Cuando venga a cenar lo guardaré en el armario o diré que fue un regalo de la señora del segundo piso.
—Tendrás que decírselo a la señora.
—Se lo diré —dijo Mercedes.
Aquella noche bebieron un vino especial y se acostaron más tarde que de costumbre.
La señora del segundo piso sonrió ante el pedido de Mercedes. Comprendió la perversidad del mundo ante el cual una mujer no puede mandar embalsamar a su perro sin que la crean loca.
Mercedes era más feliz con el perro embalsamado que con el perro vivo; no le daba de comer, no tenía que sacarlo para que orinara, ni tenía que bañarlo, no le ensuciaba la casa ni le mordía el felpudo. Pero la felicidad no es duradera. Bajo la forma de un anónimo llegó la maledicencia a esa casa. Un dibujo horrible ilustraba las palabras. El marido de Mercedes tembló de indignación: el fuego ardía en la cocina menos que en su corazón. Tomó al perro sobre sus rodillas, lo quebró en varias partes como si fuese una rama seca y, lo arrojó al horno que estaba abierto.
—Que sea o que no sea verdad no importa, lo que importa es que lo digan.
—No me impedirás que sueñe con él —gritó Mercedes y se acostó en la cama vestida—. Sé quién es el hombre perverso que hace anónimos. Es ese tenedor de porquería. No volverá a entrar en esta casa.
—Tendrás que recibirlo. Esta noche viene a cenar.
—¿Esta noche? —dijo Mercedes. Saltó de la cama y corrió a la cocina a preparar la cena, con una sonrisa en los labios. Puso junto al perro el asado de tira, en el horno.
Preparó la comida más temprano que de costumbre.
—Hay asado con cuero —anunció Mercedes.
Antes de saludar, junto a la puerta, el invitado se restregó las manos, al tomar el olor que venía del horno. Después, mientras se servía, dijo:
—Estos animales parecen embalsamados —miró con admiración los ojos del perro.
—En China —dijo Mercedes—, me han dicho que la gente come perros ¿será cierto o será un cuento chino?
—Yo no sé. Pero en todo caso, yo por nada del mundo los comería.
—No hay que decir "de este perro no comeré" —respondió Mercedes, con una sonrisa encantadora.
—De esta agua no beberé —corrigió el marido.
El invitado se asombró de que Mercedes hablara con tanto desparpajo de los perros.
—Tendremos que llamar al peluquero —dijo el invitado, viendo la carne con cuero donde asomaban algunos pelos y, riendo a carcajadas, con una risa contagiosa, preguntó—: ¿La carne con cuero se come con salsa?
—Es una novedad —contestó Mercedes. El invitado se sirvió de la fuente, chupó un pedazo de cuero untado con salsa, lo mascó y cayó muerto.
—Mimoso todavía me defiende —dijo Mercedes, recogiendo los platos y secando sus lágrimas, pues lloraba cuando reía.
FIN
A la mañana siguiente Mercedes metió al perro adentro de una bolsa. Estaba muerto. Hizo un paquete con arpillera y papel de diario para no llamar la atención en el colectivo y lo llevó a la tienda del embalsamador. En el escaparate de la casa vio muchos pájaros, monos embalsamados y víboras. La hicieron esperar. El hombre apareció en mangas de camisa, fumando un cigarro toscano. Tomó el paquete, diciendo:
—Me trajo el perro. ¿Cómo lo quiere? —Mercedes pareció no comprender. El hombre trajo un álbum lleno de dibujos—. ¿Lo quiere sentado, acostado o parado? ¿Sobre un soporte de madera negra o pintadito de blanco? ¿Cómo lo quiere?
Mercedes miró sin ver nada :
—Sentadito, con las patitas cruzadas.
—¿Con las patitas cruzadas? —repitió el hombre, como si no le gustara.
—Como usted quiera —dijo Mercedes, ruborizándose.
Hacía calor, un calor sofocante. Mercedes se quitó el abrigo.
—Vamos a ver al animal —dijo el hombre, abriendo el paquete. Tomó a Mimoso por las patas traseras, y continuó—: No está tan gordito como su dueña —y lanzó una carcajada. La miró de arriba abajo y ella bajó los ojos—. Cuando lo vea listo le va a dar ganas de comerlo.
Mercedes dijo, tratando de contener sus deseos de abofetear o de quitar el perro al hombre:
—Quiero que tenga un soporte de madera como aquél —le enseñó el que sostenía una paloma mensajera.
—Veo que la señora tiene buen gusto —musitó el hombre—, ¿Y los ojos de qué los quiere? De vidrio resultará un poco más caro.
—Los quiero de vidrio —respondió Mercedes.
—¿Verdes, azules o amarillos?
—Amarillos —dijo Mercedes, impetuosamente—. Tenía los ojos amarillos como las mariposas.
—¿Y usted les vio los ojos a las mariposas?
—Como las alas —protestó Mercedes—, como las alas de las mariposas.
—¡Ya me parecía! Tiene que pagar adelantado —dijo el hombre.
—Ya lo sé —respondió Mercedes—, me dijo por teléfono —abrió su cartera y sacó los billetes; los contó y los dejó sobre la mesa. El hombre le dio el recibo—. ¿Cuándo estará listo para venir a buscarlo? —preguntó, guardando el recibo en su cartera.
—No hace falta. Se lo llevaré yo el veinte del mes que viene.
—Vendré a buscarlo con mi marido —respondió Mercedes y salió precipitadamente de la casa.
Las amigas de Mercedes supieron que el perro había muerto y quisieron saber qué habían hecho con el cadáver. Mercedes dijo que lo habían hecho embalsamar y nadie le creyó. Muchas personas rieron. Ella resolvió que era mejor decir que lo había tirado por ahí. Con su tejido en la mano esperaba como Penélope, tejiendo, la llegada del perro embalsamado. Pero el perro no llegaba. Mercedes todavía lloraba y se secaba las lágrimas con el pañuelo floreado.
El día convenido Mercedes recibió un llamado telefónico: el perro ya estaba embalsamado, sólo faltaba ir a buscarlo. El hombre no podía ir tan lejos. Mercedes y su marido fueron a buscar al perro en un taxímetro.
—Lo que nos ha hecho gastar este perro —dijo el marido de Mercedes, en el taxímetro, mirando los números que subían.
—Un hijo no hubiera costado más —dijo Mercedes, sacando su pañuelo del bolsillo y enjugándose las lágrimas.
—Bueno, basta; ya lloraste bastante. En la casa del embalsamador tuvieron que esperar. Mercedes no hablaba, pero su marido la miraba atentamente.
—¿La gente no dirá que estás loca? —inquirió su marido con una sonrisa.
—Peor para ellos —respondió Mercedes apasionadamente—. No tienen corazón, y la vida es muy triste para los que no tienen corazón. Nadie los quiere.
—Mujer, tienes razón.
El embalsamador trajo casi demasiado pronto al perro. Sobre un pie de madera barnizada de oscuro, semisentado, con los ojos de vidrio y el hocico barnizado estaba Mimoso. Nunca había parecido de mejor salud; estaba gordo, bien peinado y lustroso, lo único que le faltaba era hablar. Mercedes lo acarició con sus manos trémulas; lágrimas saltaron de sus ojos y cayeron sobre la cabeza del perro.
—No me lo moje —dijo el embalsamador—. Y lávese la mano.
—Sólo le falta hablar —dijo el marido de Mercedes—. ¿Cómo hace estas maravillas?
—Con venenos, señor. Todo el trabajo lo hago con venenos, con guantes y anteojos, de otro modo, me intoxicaría. Es un sistema personal. ¿No hay niños en su casa?
—No.
—¿Será peligroso para nosotros? —preguntó Mercedes.
—Únicamente si lo comen —respondió el hombre.
—Tenemos que envolverlo —dijo Mercedes, después de secar sus lágrimas.
El embalsamador envolvió el animal embalsamado en papeles de diario y entregó el paquete al marido de Mercedes. Salieron con alegría. En el camino hablaron del lugar donde colocarían a Mimoso. Eligieron el vestíbulo de la casa, junto a la mesita del teléfono en donde Mimoso los esperaba cuando ellos salían.
Después de examinar el trabajo del embalsamador, una vez en la casa, colocaron al perro en el lugar elegido. Mercedes se sentó frente a él para mirarlo: ese perro muerto la acompañaría como la había acompañado el mismo perro vivo, la defendería de los ladrones y de la soledad. Le acarició la cabeza con la punta de los dedos y cuando creyó que el marido no la miraba, le dio un beso furtivo.
—¿Qué dirán tus amigas, cuando vean esto? —inquirió el marido—. Que dirá el tenedor de libros de la Casa Merluchi.
—Cuando venga a cenar lo guardaré en el armario o diré que fue un regalo de la señora del segundo piso.
—Tendrás que decírselo a la señora.
—Se lo diré —dijo Mercedes.
Aquella noche bebieron un vino especial y se acostaron más tarde que de costumbre.
La señora del segundo piso sonrió ante el pedido de Mercedes. Comprendió la perversidad del mundo ante el cual una mujer no puede mandar embalsamar a su perro sin que la crean loca.
Mercedes era más feliz con el perro embalsamado que con el perro vivo; no le daba de comer, no tenía que sacarlo para que orinara, ni tenía que bañarlo, no le ensuciaba la casa ni le mordía el felpudo. Pero la felicidad no es duradera. Bajo la forma de un anónimo llegó la maledicencia a esa casa. Un dibujo horrible ilustraba las palabras. El marido de Mercedes tembló de indignación: el fuego ardía en la cocina menos que en su corazón. Tomó al perro sobre sus rodillas, lo quebró en varias partes como si fuese una rama seca y, lo arrojó al horno que estaba abierto.
—Que sea o que no sea verdad no importa, lo que importa es que lo digan.
—No me impedirás que sueñe con él —gritó Mercedes y se acostó en la cama vestida—. Sé quién es el hombre perverso que hace anónimos. Es ese tenedor de porquería. No volverá a entrar en esta casa.
—Tendrás que recibirlo. Esta noche viene a cenar.
—¿Esta noche? —dijo Mercedes. Saltó de la cama y corrió a la cocina a preparar la cena, con una sonrisa en los labios. Puso junto al perro el asado de tira, en el horno.
Preparó la comida más temprano que de costumbre.
—Hay asado con cuero —anunció Mercedes.
Antes de saludar, junto a la puerta, el invitado se restregó las manos, al tomar el olor que venía del horno. Después, mientras se servía, dijo:
—Estos animales parecen embalsamados —miró con admiración los ojos del perro.
—En China —dijo Mercedes—, me han dicho que la gente come perros ¿será cierto o será un cuento chino?
—Yo no sé. Pero en todo caso, yo por nada del mundo los comería.
—No hay que decir "de este perro no comeré" —respondió Mercedes, con una sonrisa encantadora.
—De esta agua no beberé —corrigió el marido.
El invitado se asombró de que Mercedes hablara con tanto desparpajo de los perros.
—Tendremos que llamar al peluquero —dijo el invitado, viendo la carne con cuero donde asomaban algunos pelos y, riendo a carcajadas, con una risa contagiosa, preguntó—: ¿La carne con cuero se come con salsa?
—Es una novedad —contestó Mercedes. El invitado se sirvió de la fuente, chupó un pedazo de cuero untado con salsa, lo mascó y cayó muerto.
—Mimoso todavía me defiende —dijo Mercedes, recogiendo los platos y secando sus lágrimas, pues lloraba cuando reía.
FIN
La mujer y su expresión
Lo primero en que pienso en hablaros, lo principal, es que vuestra vos y la nuestra están venciendo a mi gran enemigo el Atlántico. Que ya lo han vencido. Cada palabra oída simultáneamente en las dos orillas nos exorciza de la distancia. Y contra la distancia he vivido en perenne rebeldía.
Por más que renazca después de cada palabra pronunciada, por más que inunde todos los pequeños silencios, por más que surja apenas nuestro soplo no puede prolongarse, sabemos ahora que nuestro grito la traspasa. Sabemos que nuestra voz la mata. Y es para mí una felicidad matarla entre nosotros. He visto siempre en el Atlántico un símbolo de la distancia. Me ha separado siempre de seres y cosas queridas. Sino era Europa, era América lo que echaba de menos.
Cuando a mi regreso de los Estados Unidos atravesé el canal de Panamá y entré por primera vez en el Pacífico, di gracias al cielo de no haber tenido que sufrir este océano, junto al cual el Atlántico es un Mediterráneo. Y sin embargo comprendo que lo se interpone entre mí y ese sufrimiento no es el inmenso biombo de los Andes, sino el que trato de no pensar en su existencia. Pues el Pacífico me separa también de países por los cuales sentiría nostalgia si me dejara llevar.
No se puede gustar verdaderamente un pedazo de la tierra sin sentir que pertenece a la tierra entera. Por eso los océanos, en cuanto símbolos de la distancia y de la separación, son enemigos míos. Interrumpen a la tierra. Quizás algún día hagamos de ellos hermosos caminos rápidos y seguros. Mientras tanto, hay que navegarlos gota a gota.
Pero pasemos directamente a aquello de que quería hablaros: la necesidad de expresión de la mujer. Tratemos, pues, de olvidar un poco esta alegría de vencer la distancia. Tratemos de olvidar que la victoria lograda sobre la distancia está transformando al mundo; idea que bastaría por sí sola para distraerme de todo lo demás durante la media hora de que dispongo. Convenzámonos de que esta misteriosa victoria momentánea no debe conmovernos ni sorprendernos. Tomemos las cosas extraordinarias con naturalidad, como en los sueños. ¿No he soñado acaso una vez, sin asombro, que vivía en una casa rodeada de un jardín mitad bañado en la luz de la mañana y mitad en la del crepúsculo?
Mi voz recorre hoy ese jardín de sueños. Mientras que los nuestros están despojados, halla entre vosotros hojas en los árboles, y mientras suena en nuestros cuartos cerrados por el frío, entra en los vuestros con todos los ruidos del verano. Esta idea me encanta, me arrastra tras sí, a pesar mío, como el zumbido de las abejas o el canto de las cigarras en los calores de enero cuando, niña, estaba yo en clase. La persigo, a pesar mío, con tremendo deseo de escaparme de mi tema, de hacerle la rabona - como decimos aquí -, de hacer novillos - como dicen allá. Pero seamos razonables, ya que no hay manera de no serlo.
El año pasado asistí, por casualidad, a la conversación telefónica, entre Buenos Aires y Berlín, de un hombre de negocios. Hablaba a la mujer para hacerle unos encargos. Empezó así: "no me interrumpas". Ella obedeció tan bien, y él tomó tan en serio su monólogo, que los tres minutos reglamentarios transcurrieron sin que la pobre mujer tuviera ocasión de emitir un sonido. Y como mi hombre de negocios era tacaño, en eso paró la conversación. Pues bien, yo que he sido invitada a venir a hablaros y que se me paga por hacerlo, quisiera deciros: "Interrumpidme. Este monólogo no me hace feliz. Es a vosotros a quienes quiero hablar y no a mí misma. Os quiero sentir presentes. ¿ Y cómo podría yo saber que estáis presentes, que me escucháis, si no me interrumpís?"
Creo que, desde hace siglos, toda conversación entre el hombre y la mujer, apenas entran en cierto terreno, empieza por un "no me interrumpas" de parte del hombre. Hasta ahora el monólogo parece haber sido la manera predilecta de expresión adoptada por él (La conversación entre hombres no es sino una forma dialogada de este monólogo). Se diría que el hombre no siente o siente muy débilmente la necesidad de intercambio que es la conversación con ese otro ser semejante y sin embargo distinto a él: la mujer. Que en el mejor de los casos no tiene ninguna afición a las interrupciones. Y que en el peor las prohíbe. Por lo tanto, el hombre se contenta con hablarse a sí mismo y poco le importa que lo oigan. En cuanto a oír él, es cosa que apenas le preocupa.
Durante siglos, habiéndose dado cuenta cabal de que la razón del más fuerte es siempre la mejor (por más que no debiera serlo), la mujer se ha resignado a repetir, por lo común, migajas del monólogo masculino, disimulando a veces entre ellas algo de su cosecha. Pero a pesar de sus cualidades de perro fiel que busca refugio a los pies del amo que la castiga, ha acabado por encontrar cansadora e inútil la faena. Luchando contra estas cualidades que el hombre ha interpretado a menudo como signos de una naturaleza inferior a la suya, o que ha respetado porque ayudaban a hacer de la mujer una estatua que se coloca en su nicho para que se quede ahí "sage come une image"; luchando, digo, contra esa inclinación que la lleva a ofrecerse en holocausto, se ha atrevido a decirse con firmeza desconocida hasta ahora: "El monólogo del hombre no me alivia ni de mis sufrimientos ni de mis pensamientos. ¿Por qué he resignarme a repetirlo? Tengo otra cosa que expresar. Otros sentimientos, otros dolores han destrozado mi vida, otras alegrías la han iluminado desde hace siglos".
La mujer, de acuerdo con sus medios, su talento, su vocación, en muchos dominios, en muchos países - y aún en los que eran más hostiles- trata hoy, cada vez más, de expresarse y lo logra cada vez mejor. No se puede pensar en la ciencia francesa actual sin pronunciar el nombre de Marie Curie, en la literatura inglesa sin que surja el de Virginia Woolf, en el de América Latina sin pensar en Gabriela Mistral. En cuanto a vosotros, para no hablar sino de ella, os envidiamos a María de Maeztu, mujer admirable que ha hecho por la juventud femenina española, gracias a su auténtico genio educador, lo que yo quisiera verla hacer por la nuestra. Por cierto, estoy convencida de que la mujer se expresa también, de que se ha expresado ya maravillosamente, fuera del terreno de la ciencia y de las artes.
Que esta expresión ha enriquecido, en todos los tiempos, la existencia, y que ha sido tan importante en la historia de la humanidad como la expresión del hombre. Aunque de una calidad secreta y sutil menos llamativa, como es menos llamativo el plumaje de la faisana que el de faisán.
La más completa expresión de la mujer, el niño, es una obra que exige, en las que tienen consciencia de ello, infinitamente más precauciones, escrúpulos, atención sostenida, rectificaciones delicadas, respeto inteligente y puro amor que el que exige la creación de un poema inmortal. Pues no se trata sólo de llevar nueve meses y de dar a luz seres sanos de cuerpo, sino de darlos a luz espiritualmente. Es decir, no sólo de vivir junto a ellos, con ellos, sino ante ellos.
Creo más que todo en la fuerza del ejemplo. No hay otra manera de predicar a los grandes ni a los pequeños. No hay otra manera de convencerlos. Si falla, es que no había remedio. El niño, pues, por su sola presencia ha exigido de la mujer consciente que se expresara, y que se expresara del modo más difícil: viviendo, viviendo ante él.
La importancia capital de la primera infancia es uno de los puntos sobre los cuales la ciencia moderna ha insistido más, últimamente. Casi podría decirse que la acaba de descubrir y es en este momento preciso de su vida cuando el niño está en manos de la mujer exclusivamente.
La mujer es, pues, quien deja su marca indeleble y decisiva sobre esta cera blanda; es quien, consciente o inconscientemente, la modela, y la resistencia del hombre a reconocer que la mujer es un ser tan perfectamente responsable como lo es él mismo, resulta absurda y graciosa cuando se advierte la tamaña contradicción que encierra: la de haber dejado, desde hace siglos (por ignorancia sin duda), pesar sobre un ser irresponsable la mayor responsabilidad de todas: la de moldear a la humanidad entera en el momento en que es moldeable y la de dejar su sello impreso en ella.
Lo que diferencia principalmente a los grandes artistas de los grandes santos (aparte de otras diferencias) es que los artistas se esfuerzan en poner la perfección en una obra que les es exterior, por consiguiente fuera de sus vidas, mientras que los santos se esfuerzan en ponerla en una obra que les es interior y que no puede, por tanto, apartarse de sus vidas. El artista trata de crear la perfección fuera de sí mismo, el santo en sí mismo.
Por eso el artista sensible a la santidad, me atrevería a decir, corre siempre el riesgo de perder sus facultades de artista. A medida que el afán de poner perfección en su vida aumenta, la voluntad de hacerla radicar en una obra disminuye. Quizá el niño haya hecho a menudo de la mujer un artista tentado por la santidad. Porque para esforzarse en poner perfección en esa obra maestra que es la suya, el niño, necesita empezar por esforzarse en poner perfección en sí misma y no fuera de sí misma. Necesita tomar el camino de los santos y no el de los artistas. El niño no tolera que traten de poner en él las perfecciones que no ve en nosotros. En este momento de la historia que nos es dado vivir, asistimos a un debilitamiento del poder de los artistas.
Se diría que en el período actual el mundo tiene más necesidad de héroes o de santos que de estetas. Por todas partes se acentúa esa tentación de la santidad, fatal, parecería, a la perfección del objeto.
Por más que renazca después de cada palabra pronunciada, por más que inunde todos los pequeños silencios, por más que surja apenas nuestro soplo no puede prolongarse, sabemos ahora que nuestro grito la traspasa. Sabemos que nuestra voz la mata. Y es para mí una felicidad matarla entre nosotros. He visto siempre en el Atlántico un símbolo de la distancia. Me ha separado siempre de seres y cosas queridas. Sino era Europa, era América lo que echaba de menos.
Cuando a mi regreso de los Estados Unidos atravesé el canal de Panamá y entré por primera vez en el Pacífico, di gracias al cielo de no haber tenido que sufrir este océano, junto al cual el Atlántico es un Mediterráneo. Y sin embargo comprendo que lo se interpone entre mí y ese sufrimiento no es el inmenso biombo de los Andes, sino el que trato de no pensar en su existencia. Pues el Pacífico me separa también de países por los cuales sentiría nostalgia si me dejara llevar.
No se puede gustar verdaderamente un pedazo de la tierra sin sentir que pertenece a la tierra entera. Por eso los océanos, en cuanto símbolos de la distancia y de la separación, son enemigos míos. Interrumpen a la tierra. Quizás algún día hagamos de ellos hermosos caminos rápidos y seguros. Mientras tanto, hay que navegarlos gota a gota.
Pero pasemos directamente a aquello de que quería hablaros: la necesidad de expresión de la mujer. Tratemos, pues, de olvidar un poco esta alegría de vencer la distancia. Tratemos de olvidar que la victoria lograda sobre la distancia está transformando al mundo; idea que bastaría por sí sola para distraerme de todo lo demás durante la media hora de que dispongo. Convenzámonos de que esta misteriosa victoria momentánea no debe conmovernos ni sorprendernos. Tomemos las cosas extraordinarias con naturalidad, como en los sueños. ¿No he soñado acaso una vez, sin asombro, que vivía en una casa rodeada de un jardín mitad bañado en la luz de la mañana y mitad en la del crepúsculo?
Mi voz recorre hoy ese jardín de sueños. Mientras que los nuestros están despojados, halla entre vosotros hojas en los árboles, y mientras suena en nuestros cuartos cerrados por el frío, entra en los vuestros con todos los ruidos del verano. Esta idea me encanta, me arrastra tras sí, a pesar mío, como el zumbido de las abejas o el canto de las cigarras en los calores de enero cuando, niña, estaba yo en clase. La persigo, a pesar mío, con tremendo deseo de escaparme de mi tema, de hacerle la rabona - como decimos aquí -, de hacer novillos - como dicen allá. Pero seamos razonables, ya que no hay manera de no serlo.
El año pasado asistí, por casualidad, a la conversación telefónica, entre Buenos Aires y Berlín, de un hombre de negocios. Hablaba a la mujer para hacerle unos encargos. Empezó así: "no me interrumpas". Ella obedeció tan bien, y él tomó tan en serio su monólogo, que los tres minutos reglamentarios transcurrieron sin que la pobre mujer tuviera ocasión de emitir un sonido. Y como mi hombre de negocios era tacaño, en eso paró la conversación. Pues bien, yo que he sido invitada a venir a hablaros y que se me paga por hacerlo, quisiera deciros: "Interrumpidme. Este monólogo no me hace feliz. Es a vosotros a quienes quiero hablar y no a mí misma. Os quiero sentir presentes. ¿ Y cómo podría yo saber que estáis presentes, que me escucháis, si no me interrumpís?"
Creo que, desde hace siglos, toda conversación entre el hombre y la mujer, apenas entran en cierto terreno, empieza por un "no me interrumpas" de parte del hombre. Hasta ahora el monólogo parece haber sido la manera predilecta de expresión adoptada por él (La conversación entre hombres no es sino una forma dialogada de este monólogo). Se diría que el hombre no siente o siente muy débilmente la necesidad de intercambio que es la conversación con ese otro ser semejante y sin embargo distinto a él: la mujer. Que en el mejor de los casos no tiene ninguna afición a las interrupciones. Y que en el peor las prohíbe. Por lo tanto, el hombre se contenta con hablarse a sí mismo y poco le importa que lo oigan. En cuanto a oír él, es cosa que apenas le preocupa.
Durante siglos, habiéndose dado cuenta cabal de que la razón del más fuerte es siempre la mejor (por más que no debiera serlo), la mujer se ha resignado a repetir, por lo común, migajas del monólogo masculino, disimulando a veces entre ellas algo de su cosecha. Pero a pesar de sus cualidades de perro fiel que busca refugio a los pies del amo que la castiga, ha acabado por encontrar cansadora e inútil la faena. Luchando contra estas cualidades que el hombre ha interpretado a menudo como signos de una naturaleza inferior a la suya, o que ha respetado porque ayudaban a hacer de la mujer una estatua que se coloca en su nicho para que se quede ahí "sage come une image"; luchando, digo, contra esa inclinación que la lleva a ofrecerse en holocausto, se ha atrevido a decirse con firmeza desconocida hasta ahora: "El monólogo del hombre no me alivia ni de mis sufrimientos ni de mis pensamientos. ¿Por qué he resignarme a repetirlo? Tengo otra cosa que expresar. Otros sentimientos, otros dolores han destrozado mi vida, otras alegrías la han iluminado desde hace siglos".
La mujer, de acuerdo con sus medios, su talento, su vocación, en muchos dominios, en muchos países - y aún en los que eran más hostiles- trata hoy, cada vez más, de expresarse y lo logra cada vez mejor. No se puede pensar en la ciencia francesa actual sin pronunciar el nombre de Marie Curie, en la literatura inglesa sin que surja el de Virginia Woolf, en el de América Latina sin pensar en Gabriela Mistral. En cuanto a vosotros, para no hablar sino de ella, os envidiamos a María de Maeztu, mujer admirable que ha hecho por la juventud femenina española, gracias a su auténtico genio educador, lo que yo quisiera verla hacer por la nuestra. Por cierto, estoy convencida de que la mujer se expresa también, de que se ha expresado ya maravillosamente, fuera del terreno de la ciencia y de las artes.
Que esta expresión ha enriquecido, en todos los tiempos, la existencia, y que ha sido tan importante en la historia de la humanidad como la expresión del hombre. Aunque de una calidad secreta y sutil menos llamativa, como es menos llamativo el plumaje de la faisana que el de faisán.
La más completa expresión de la mujer, el niño, es una obra que exige, en las que tienen consciencia de ello, infinitamente más precauciones, escrúpulos, atención sostenida, rectificaciones delicadas, respeto inteligente y puro amor que el que exige la creación de un poema inmortal. Pues no se trata sólo de llevar nueve meses y de dar a luz seres sanos de cuerpo, sino de darlos a luz espiritualmente. Es decir, no sólo de vivir junto a ellos, con ellos, sino ante ellos.
Creo más que todo en la fuerza del ejemplo. No hay otra manera de predicar a los grandes ni a los pequeños. No hay otra manera de convencerlos. Si falla, es que no había remedio. El niño, pues, por su sola presencia ha exigido de la mujer consciente que se expresara, y que se expresara del modo más difícil: viviendo, viviendo ante él.
La importancia capital de la primera infancia es uno de los puntos sobre los cuales la ciencia moderna ha insistido más, últimamente. Casi podría decirse que la acaba de descubrir y es en este momento preciso de su vida cuando el niño está en manos de la mujer exclusivamente.
La mujer es, pues, quien deja su marca indeleble y decisiva sobre esta cera blanda; es quien, consciente o inconscientemente, la modela, y la resistencia del hombre a reconocer que la mujer es un ser tan perfectamente responsable como lo es él mismo, resulta absurda y graciosa cuando se advierte la tamaña contradicción que encierra: la de haber dejado, desde hace siglos (por ignorancia sin duda), pesar sobre un ser irresponsable la mayor responsabilidad de todas: la de moldear a la humanidad entera en el momento en que es moldeable y la de dejar su sello impreso en ella.
Lo que diferencia principalmente a los grandes artistas de los grandes santos (aparte de otras diferencias) es que los artistas se esfuerzan en poner la perfección en una obra que les es exterior, por consiguiente fuera de sus vidas, mientras que los santos se esfuerzan en ponerla en una obra que les es interior y que no puede, por tanto, apartarse de sus vidas. El artista trata de crear la perfección fuera de sí mismo, el santo en sí mismo.
Por eso el artista sensible a la santidad, me atrevería a decir, corre siempre el riesgo de perder sus facultades de artista. A medida que el afán de poner perfección en su vida aumenta, la voluntad de hacerla radicar en una obra disminuye. Quizá el niño haya hecho a menudo de la mujer un artista tentado por la santidad. Porque para esforzarse en poner perfección en esa obra maestra que es la suya, el niño, necesita empezar por esforzarse en poner perfección en sí misma y no fuera de sí misma. Necesita tomar el camino de los santos y no el de los artistas. El niño no tolera que traten de poner en él las perfecciones que no ve en nosotros. En este momento de la historia que nos es dado vivir, asistimos a un debilitamiento del poder de los artistas.
Se diría que en el período actual el mundo tiene más necesidad de héroes o de santos que de estetas. Por todas partes se acentúa esa tentación de la santidad, fatal, parecería, a la perfección del objeto.
Extracto de la conferencia radiofónica de Victoria Ocampo dirigida al público de España y de la Argentina en agosto de 1936.
El Diccionario
Palabritas Raras:
Ábaco: 1. Cuadro de madera con diez cuerdas o alambres paralelos y en cada uno de ellos otras tantas bolas móviles. 2. Todo instrumento que sirve para efectuar manualmente cálculos aritméticos mediante marcadores deslizables. 3. Monograma. (Representación gráfica que permite realizar con rapidez cálculos numéricos aproximados). 4.Tablero o plancha en general, especialmente el decorativo en muebles, techos,etc. 5. Parte superior en forma de tablero que corona el capitel. Arquitectura. 6. En las minas, artesa que se usa para lavar los minerales, especialmente los de oro. Ingeniería. 7. Tablero de ajedrez. Anticuado.
Anexitis: Inflamación de los anexos. (En anatomía, órganos y tejidos que rodean el útero, es decir, las trompas, los ovarios y el peritoneo).
Arcaduz: 1. Caño por donde se conduce el agua. 2. Cada uno de los caños de que se compone una cañería. 3. Cangilón (de la noria). 4. Vía, medio por donde se alcanza algo. (coloquial, en desuso)
Cuévano: 1. Cesto grande y hondo, poco más ancho de arriba que de abajo, tejido de mimbres, usado especialmente para llevar la uva en el tiempo de la vendimia. 2. Cesto más pequeño, con dos asas con que se afianza en los hombros, que llevan las pasiegas a la espalda, a manera de mochila, para transportar géneros o para llevar a sus hijos pequeños.
Equinodermo: 1. Se dice de los animales metazoos marinos de simetría radiada pentagonal, con un dermatoesqueleto que consta de gránulos calcáreos dispersos en el espesor de la piel o, más frecuentemente, de placas calcáreas yuxtapuestas y a veces provistas de espinas; p. ej., las holoturias y las estrellas de mar.
2. Taxón al que pertenecen estos animales. (Mayúscula, plural)
Anexitis: Inflamación de los anexos. (En anatomía, órganos y tejidos que rodean el útero, es decir, las trompas, los ovarios y el peritoneo).
Arcaduz: 1. Caño por donde se conduce el agua. 2. Cada uno de los caños de que se compone una cañería. 3. Cangilón (de la noria). 4. Vía, medio por donde se alcanza algo. (coloquial, en desuso)
Cuévano: 1. Cesto grande y hondo, poco más ancho de arriba que de abajo, tejido de mimbres, usado especialmente para llevar la uva en el tiempo de la vendimia. 2. Cesto más pequeño, con dos asas con que se afianza en los hombros, que llevan las pasiegas a la espalda, a manera de mochila, para transportar géneros o para llevar a sus hijos pequeños.
Equinodermo: 1. Se dice de los animales metazoos marinos de simetría radiada pentagonal, con un dermatoesqueleto que consta de gránulos calcáreos dispersos en el espesor de la piel o, más frecuentemente, de placas calcáreas yuxtapuestas y a veces provistas de espinas; p. ej., las holoturias y las estrellas de mar.
2. Taxón al que pertenecen estos animales. (Mayúscula, plural)
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