sábado, 20 de agosto de 2011

SUPLEMENTO LITERARIO - Entrelineasliteral - Agosto de 2011


José Donoso

Nacido en Santiago de Chile el 5 de octubre de 1924, estudió en la Universidad de Chile y posteriormente, merced a una beca, se trasladó a cursar filología inglesa en la Universidad de Princeton, experiencia tras la cual publicó sus dos primeros cuentos en lengua inglesa: The blue woman y The poisoned pastries entre 1950 y 1951. Procedente de una familia acomodada, durante su juventud trabajó no obstante como obrero y oficinista, mucho antes de desarrollar su actividad literaria y docente.
Entre 1967 y 1981 vivió en España, coincidiendo con el momento en que su obra entró a formar parte del llamado boom latinoamericano. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura en Chile en 1990, el Premio de la Crítica en España, y también otros galardones en Italia y Francia, países que figuran en la larga lista de los diecisiete idiomas a los que ha sido traducida su obra. Regresó a Chile, en 1981, y dirigió allí un importante taller literario en torno al que surgió la llamada "nueva narrativa chilena" de finales del siglo.
Donoso fue un caso excepcional entre sus contemporáneos por su apuesta por la renovación experimental. Su vida, por otra parte, estuvo marcada por un cierto espíritu aventurero que le llevó, después de su estancia en tierras norteamericanas, a las más australes de la Patagonia, donde se puso a trabajar de peón en una hacienda, o hasta Buenos Aires, donde cargaba y descargaba en el puerto. Entretanto, colaboraba en publicaciones literarias, en semanarios como Ercilla y en distintos periódicos.
Su obra literaria propiamente dicha se inició con la publicación de China (1954), que apareció en Antología del nuevo cuento chileno. A esto siguieron dos libros de relatos, Veraneo y otros cuentos (1955) y El Charlestón (1960), en una carrera que se caracterizó desde entonces por una incesante producción en la que se alternaron el cuento y la novela. Su narrativa muestra la influencia de la literatura anglosajona (Dickens, Henry James, Faulkner, Dos Passos, Steinbeck, Truman Capote) y de algunos autores europeos como Thomas Mann, Sartre y Camus; tiende a explorar, en espacios confinados, los mecanismos de la violencia y los efectos del miedo y la culpa en la vida familiar.
Su primera muestra en el campo novelístico fue Coronación (1957), en la que hizo un excelente retrato de la decadencia de la clase alta chilena. La obra, obtuvo celebridad a raíz de concedérsele el premio William Faulkner en 1962. A Este domingo (1966), crónica realista sobre el contraste de puntos de vista de dos clases sociales, sucedió una de las novelas más intensas del autor: El lugar sin límites (1967). La acción transcurre en un miserable caserío del centro de Chile, donde brota una reprimida sexualidad con una violencia de la que es víctima un travesti.
Los elementos de experimentación técnica y lingüística presiden las dos novelas siguientes. El obsceno pájaro de la noche (1970) es una auténtica obra maestra en que Donoso enlazó distintas historias de seres ambiguos y monstruosos para abordar su tema obsesivo, la disolución moral de la sociedad.
La segunda, Casa de campo (1978), es una parábola moral y una exploración en el mundo de la adolescencia. El depurado estilo narrativo de Donoso intenta describir aquí un mundo en avanzada descomposición social, cuyos habitantes son náufragos a menudo a merced de su imaginación. El propio autor comentó una vez que él mismo creía haber nacido en una "posición social ambigua", en una época de creciente desvanecimiento de los valores y de la conciencia de clase.
José Donoso murió en su casa de Santiago de Chile en 1996. En su lecho de muerte, según se dice, pidió que le leyeran poemas de Altazor de Vicente Huidobro.


Una señora
Un cuento de José Donoso
No recuerdo con certeza cuándo fue la primera vez que me di cuenta de su existencia. Pero si no me equivoco, fue cierta tarde de invierno en un tranvía que atravesaba un barrio popular.
Cuando me aburro de mi pieza y de mis conversaciones habituales, suelo tomar algún tranvía cuyo recorrido desconozca y pasar así por la ciudad. Esa tarde llevaba un libro por si se me antojara leer, pero no lo abrí. Estaba lloviendo esporádicamente y el tranvía avanzaba casi vacío. Me senté junto a una ventana, limpiando un boquete en el vaho del vidrio para mirar las calles.
No recuerdo el momento exacto en que ella se sentó a mi lado. Pero cuando el tranvía hizo alto en una esquina, me invadió aquella sensación tan corriente y, sin embargo, misteriosa, que cuanto veía, el momento justo y sin importancia como era, lo había vivido antes, o tal vez soñado. La escena me pareció la reproducción exacta de otra que me fuese conocida: delante de mí, un cuello rollizo vertía sus pliegues sobre una camisa deshilachada; tres o cuatro personas dispersas ocupaban los asientos del tranvía; en la esquina había una botica de barrio con su letrero luminoso, y un carabinero bostezó junto al buzón rojo, en la oscuridad que cayó en pocos minutos. Además, vi una rodilla cubierta por un impermeable verde junto a mi rodilla.
Conocía la sensación, y más que turbarme me agradaba. Así, no me molesté en indagar dentro de mi mente dónde y cómo sucediera todo esto antes. Despaché la sensación con una irónica sonrisa interior, limitándome a volver la mirada para ver lo que seguía de esa rodilla cubierta con un impermeable verde.
Era una señora. Una señora que llevaba un paraguas mojado en la mano y un sombrero funcional en la cabeza. Una de esas señoras cincuentonas, de las que hay por miles en esta ciudad: ni hermosa ni fea, ni pobre ni rica. Sus facciones regulares mostraban los restos de una belleza banal. Sus cejas se juntaban más de lo corriente sobre el arco de la nariz, lo que era el rasgo más distintivo de su rostro.
Hago esta descripción a la luz de hechos posteriores, porque fue poco lo que de la señora observé entonces. Sonó el timbre, el tranvía partió haciendo desvanecerse la escena conocida, y volví a mirar la calle por el boquete que limpiara en el vidrio. Los faroles se encendieron. Un chiquillo salió de un despacho con dos zanahorias y un pan en la mano. La hilera de casas bajas se prolongaba a lo largo de la acera: ventana, puerta, ventana, puerta, dos ventanas, mientras los zapateros, gasfíteres y verduleros cerraban sus comercios exiguos.
Iba tan distraído que no noté el momento en que mi compañera de asiento se bajó del tranvía. ¿Cómo había de notarlo si después del instante en que la miré ya no volví a pensar en ella?
No volví a pensar en ella hasta la noche siguiente.
Mi casa está situada en un barrio muy distinto a aquel por donde me llevara el tranvía la tarde anterior. Hay árboles en las aceras y las casas se ocultaban a medias detrás de rejas y matorrales. Era bastante tarde, y yo ya estaba cansado, ya que pasara gran parte de la noche charlando con amigos ante cervezas y tazas de café. Caminaba a mi casa con el cuello del abrigo muy subido. Antes de atravesar una calle divisé una figura que se me antojó familiar, alejándose bajo la oscuridad de las ramas. Me detuve observándola un instante. Sí, era la mujer que iba junto a mí en el tranvía de la tarde anterior. Cuando pasó bajo un farol reconocí inmediatamente su impermeable verde. Hay miles de impermeables verdes en esta ciudad, sin embargo no dudé de que se trataba del suyo, recordándola a pesar de haberla visto sólo unos segundos en que nada de ella me impresionó. Crucé a la otra acera. Esa noche me dormí sin pensar en la figura que se alejaba bajo los árboles por la calle solitaria.
Una mañana de sol, dos días después, vi a la señora en una calle céntrica. El movimiento de las doce estaba en su apogeo. Las mujeres se detenían en las vidrieras para discutir la posible adquisición de un vestido o de una tela. Los hombres salían de sus oficinas con documentos bajo el brazo. La reconocí de nuevo al verla pasar mezclada con todo esto, aunque no iba vestida como en las veces anteriores. Me cruzó una ligera extrañeza de por qué su identidad no se había borrado de mi mente, confundiéndola con el resto de los habitantes de la ciudad.
En adelante comencé a ver a la señora bastante seguido. La encontraba en todas partes y a toda hora. Pero a veces pasaba una semana o más sin que la viera. Me asaltó la idea melodramática de que quizás se ocupara en seguirme. Pero la deseché al constatar que ella, al contrario que yo, no me identificaba en medio de la multitud. A mí, en cambio, me gustaba percibir su identidad entre tanto rostro desconocido. Me sentaba en un parque y ella lo cruzaba llevando un bolsón con verduras. Me detenía a comprar cigarrillos, y estaba ella pagando los suyos. Iba al cine, y allí estaba la señora, dos butacas más allá. No me miraba, pero yo me entretenía observándola. Tenía la boca más bien gruesa. Usaba un anillo grande, bastante vulgar.
Poco a poco la comencé a buscar. El día no me parecía completo sin verla. Leyendo un libro, por ejemplo, me sorprendía haciendo conjeturas acerca de la señora en vez de concentrarme en lo escrito. La colocaba en situaciones imaginarias, en medio de objetos que yo desconocía. Principié a reunir datos acerca de su persona, todos carentes de importancia y significación. Le gustaba el color verde. Fumaba sólo cierta clase de cigarrillos. Ella hacía las compras para las comidas de su casa.
A veces sentía tal necesidad de verla, que abandonaba cuanto me tenía atareado para salir en su busca. Y en algunas ocasiones la encontraba. Otras no, y volvía malhumorado a encerrarme en mi cuarto, no pudiendo pensar en otra cosa durante el resto de la noche.
Una tarde salí a caminar. Antes de volver a casa, cuando oscureció, me senté en el banco de una plaza. Sólo en esta ciudad existen plazas así. Pequeña y nueva, parecía un accidente en ese barrio utilitario, ni próspero ni miserable. Los árboles eran raquíticos, como si se hubieran negado a crecer, ofendidos al ser plantados en terreno tan pobre, en un sector tan opaco y anodino. En una esquina, una fuente de soda oscura aclaraba las figuras de tres muchachos que charlaban en medio del charco de luz. Dentro de una pileta seca, que al parecer nunca se terminó de construir, había ladrillos trizados, cáscaras de fruta, papeles. Las parejas apenas conversaban en los bancos, como si la fealdad de la plaza no propiciara mayor intimidad.
Por uno de los senderos vi avanzar a la señora, del brazo de otra mujer. Hablaban con animación, caminando lentamente. Al pasar frente a mí, oí que la señora decía con tono acongojado:
-¡Imposible!
La otra mujer pasó el brazo en torno a los hombros de la señora para consolarla. Circundando la pileta inconclusa se alejaron por otro sendero.
Inquieto, me puse de pie y eché a andar con la esperanza de encontrarlas, para preguntar a la señora qué había sucedido. Pero desaparecieron por las calles en que unas cuantas personas transitaban en pos de los últimos menesteres del día.
No tuve paz la semana que siguió de este encuentro. Paseaba por la ciudad con la esperanza de que la señora se cruzara en mi camino, pero no la vi. Parecía haberse extinguido, y abandoné todos mis quehaceres, porque ya no poseía la menor facultad de concentración. Necesitaba verla pasar, nada más, para saber si el dolor de aquella tarde en la plaza continuaba. Frecuenté los sitios en que soliera divisarla, pensando detener a algunas personas que se me antojaban sus parientes o amigos para preguntarles por la señora. Pero no hubiera sabido por quién preguntar y los dejaba seguir. No la vi en toda esa semana.
Las semanas siguientes fueron peores. Llegué a pretextar una enfermedad para quedarme en cama y así olvidar esa presencia que llenaba mis ideas. Quizás al cabo de varios días sin salir la encontrara de pronto el primer día y cuando menos lo esperara. Pero no logré resistirme, y salí después de dos días en que la señora habitó mi cuarto en todo momento. Al levantarme, me sentí débil, físicamente mal. Aun así tomé tranvías, fui al cine, recorrí el mercado y asistí a una función de un circo de extramuros. La señora no apareció por parte alguna.
Pero después de algún tiempo la volví a ver. Me había inclinado para atar un cordón de mis zapatos y la vi pasar por la soleada acera de enfrente, llevando una gran sonrisa en la boca y un ramo de aromo en la mano, los primeros de la estación que comenzaba. Quise seguirla, pero se perdió en la confusión de las calles.
Su imagen se desvaneció de mi mente después de perderle el rastro en aquella ocasión. Volví a mis amigos, conocí gente y paseé solo o acompañado por las calles. No es que la olvidara. Su presencia, más bien, parecía haberse fundido con el resto de las personas que habitan la ciudad.
Una mañana, tiempo después, desperté con la certeza de que la señora se estaba muriendo. Era domingo, y después del almuerzo salí a caminar bajo los árboles de mi barrio. En un balcón una anciana tomaba el sol con sus rodillas cubiertas por un chal peludo. Una muchacha, en un prado, pintaba de rojo los muebles del jardín, alistándolos para el verano. Había poca gente, y los objetos y los ruidos se dibujaban con precisión en el aire nítido. Pero en alguna parte de la misma ciudad por la que yo caminaba, la señora iba a morir.
Regresé a casa y me instalé en mi cuarto a esperar.
Desde mi ventana vi cimbrarse en la brisa los alambres del alumbrado. La tarde fue madurando lentamente más allá de los techos, y más allá del cerro, la luz fue gastándose más y más. Los alambres seguían vibrando, respirando. En el jardín alguien regaba el pasto con una manguera. Los pájaros se aprontaban para la noche, colmando de ruido y movimiento las copas de todos los árboles que veía desde mi ventana. Rió un niño en el jardín vecino. Un perro ladró.
Instantáneamente después, cesaron todos los ruidos al mismo tiempo y se abrió un pozo de silencio en la tarde apacible. Los alambres no vibraban ya. En un barrio desconocido, la señora había muerto. Cierta casa entornaría su puerta esa noche, y arderían cirios en una habitación llena de voces quedas y de consuelos. La tarde se deslizó hacia un final imperceptible, apagándose todos mis pensamientos acerca de la señora. Después me debo de haber dormido, porque no recuerdo más de esa tarde.
Al día siguiente vi en el diario que los deudos de doña Ester de Arancibia anunciaban su muerte, dando la hora de los funerales. ¿Podría ser?... Sí. Sin duda era ella.
Asistí al cementerio, siguiendo el cortejo lentamente por las avenidas largas, entre personas silenciosas que conocían los rasgos y la voz de la mujer por quien sentían dolor. Después caminé un rato bajo los árboles oscuros, porque esa tarde asoleada me trajo una tranquilidad especial.
Ahora pienso en la señora sólo muy de tarde en tarde.
A veces me asalta la idea, en una esquina por ejemplo, que la escena presente no es más que reproducción de otra, vivida anteriormente. En esas ocasiones se me ocurre que voy a ver pasar a la señora, cejijunta y de impermeable verde. Pero me da un poco de risa, porque yo mismo vi depositar su ataúd en el nicho, en una pared con centenares de nichos todos iguales.

FIN


Adolfo Bioy Casares

Bioy Casares nace en Buenos Aires el 25 de septiembre de 1914. Escritor precoz, a los once años ya había escrito su primera novela; Iris y Margarita. Obra que era un plagio de "Petit Bob" de Gyp y que había creado en honor a una prima suya de la que estaba, según sus propias palabras, perdidamente enamorado.
A los catorce años escribe Vanidad o Una Aventura terrorífica, cuento fantástico y policial en el que ya se adelanta el que en el futuro sería su estilo literario.
El año 1932 será de gran importancia para este autor; conocerá, en casa de Victoria Ocampo, a Jorge Luis Borges, quien se convertirá en su amigo inseparable y una influencia decisiva.
En 1934 le presentan a Silvina Ocampo, quien junto a Borges, le convencerá para que deje definitivamente sus estudios y se dedique exclusivamente a escribir. Con ella se casará en 1940, el mismo año en que publica La invención de Morel, su obra más conocida y famosa y que se convertirá, con el tiempo, en un clásico de la literatura contemporánea.
Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges formarán durante años un original caso de simbiosis literaria. Juntos forman un dúo creativo que produce obras como Un modelo para la muerte, Libro del Cielo y del Infierno o Las Crónicas de Bustos Domeqc. La mayoría de estas colaboraciones serían firmadas bajo el seudónimo común de H. Bustos Domecq.
En 1954, año en el que publica El sueño de los héroes posiblemente su obra cumbre, nace su única hija Marta.
En 1969 aparece su obra Diario de la guerra del cerdo, llevada al cine posteriormente por Leopoldo Torre Nilsson.
Entre otros premios y galardones, recibe en 1975 el Gran Premio de Honor de la SADE, en 1981 es nombrado Miembro de Legión de Honor de Francia y en 1986 Ciudadano Ilustre de Buenos Aires.
Finalmente recibe el Premio Cervantes el año 1990.
Considerado uno de los mayores escritores argentinos de ficción, Adolfo Bioy Casares es el creador de una amplia obra donde la fantasía y la realidad se superponen con una armonía magistral. La impecable construcción de sus relatos es posiblemente la característica que con más frecuencia ha destacado la crítica respecto a su obra.
Adolfo Bioy Casares fallece el 8 de marzo de 1999 en la ciudad de Buenos Aires.
Entre sus obras:
    Cuentos: Prólogo (1929)
    17 disparos contra lo porvenir (1933)
    La estatua casera (1936)
    Luis Greve, muerto (1937)
    La invención de Morel (1940)
    Plan de evasión (1945)
    La trama celeste (1948)
    Las vísperas de Fausto (1949)
    El sueño de los héroes (1954)
    Historia prodigiosa (1956)
    Guirnalda con amores (1959)
    El lado de la sombra (1962)
    El gran serafín (1967)
    Diario de la guerra del cerdo (1969)
    Dormir al Sol (1973)
    El héroe de las mujeres (1978)
    La aventura de un fotógrafo en La Plata (1985)
    Historia desaforadas (1986)
    Un campeón desparejo (1993)
    En viaje (1996)
    De un mundo a otro (1997)
    Cartas a Silvina
Obras en colaboración:
    Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), con J.L.Borges
    Dos Fantasías memorables (1946), con J.L.Borges
    Los que aman, odian (1946), con Silvina Ocampo
    Un modelo para la muerte (1946), con J.L.Borges
    Crónicas de Bustos Domecq (1967), con J.L.Borges
    Nuevos cuentos de Bustos Domecq (1977), con J.L.Borges

Margarita o el poder de la farnacopea
Un cuento de Adolfo Bioy Casares

No recuerdo por qué mi hijo me reprochó en cierta ocasión:
-A vos todo te sale bien.
El muchacho vivía en casa, con su mujer y cuatro niños, el mayor de once años, la menor, Margarita, de dos. Porque las palabras aquellas traslucían resentimiento, quedé preocupado. De vez en cuando conversaba del asunto con mi nuera. Le decía:
-No me negarás que en todo triunfo hay algo repelente.
-El triunfo es el resultado natural de un trabajo bien hecho -contestaba.
-Siempre lleva mezclada alguna vanidad, alguna vulgaridad.
-No el triunfo -me interrumpía- sino el deseo de triunfar. Condenar el triunfo me parece un exceso de romanticismo, conveniente sin duda para los chambones.
A pesar de su inteligencia, mi nuera no lograba convencerme. En busca de culpas examiné retrospectivamente mi vida, que ha transcurrido entre libros de química y en un laboratorio de productos farmacéuticos. Mis triunfos, si los hubo, son quizá auténticos, pero no espectaculares. En lo que podría llamarse mi carrera de honores, he llegado a jefe de laboratorio. Tengo casa propia y un buen pasar. Es verdad que algunas fórmulas mías originaron bálsamos, pomadas y tinturas que exhiben los anaqueles de todas las farmacias de nuestro vasto país y que según afirman por ahí alivian a no pocos enfermos. Yo me he permitido dudar, porque la relación entre el específico y la enfermedad me parece bastante misteriosa. Sin embargo, cuando entreví la fórmula de mi tónico Hierro Plus, tuve la ansiedad y la certeza del triunfo y empecé a botaratear jactanciosamente, a decir que en farmacopea y en medicina, óiganme bien, como lo atestiguan las páginas de "Caras y Caretas", la gente consumía infinidad de tónicos y reconstituyentes, hasta que un día llegaron las vitaminas y barrieron con ellos, como si fueran embelecos. El resultado está a la vista. Se desacreditaron las vitaminas, lo que era inevitable, y en vano recurre el mundo hoy a la farmacia para mitigar su debilidad y su cansancio.
Cuesta creerlo, pero mi nuera se preocupaba por la inapetencia de su hija menor. En efecto, la pobre Margarita, de pelo dorado y ojos azules, lánguida, pálida, juiciosa, parecía una estampa del siglo XIX, la típica niña que según una tradición o superstición está destinada a reunirse muy temprano con los ángeles.
Mi nunca negada habilidad de cocinero de remedios, acuciada por el ansia de ver restablecida a la nieta, funcionó rápidamente e inventé el tónico ya mencionado. Su eficacia es prodigiosa. Cuatro cucharadas diarias bastaron para transformar, en pocas semanas, a Margarita, que ahora reboza de buen color, ha crecido, se ha ensanchado y manifiesta una voracidad satisfactoria, casi diría inquietante. Con determinación y firmeza busca la comida y, si alguien se la niega, arremete con enojo. Hoy por la mañana, a la hora del desayuno, en el comedor de diario, me esperaba un espectáculo que no olvidaré así nomás. En el centro de la mesa estaba sentada la niña, con una medialuna en cada mano. Creí notar en sus mejillas de muñeca rubia una coloración demasiado roja. Estaba embadurnada de dulce y de sangre. Los restos de la familia reposaban unos contra otros con las cabezas juntas, en un rincón del cuarto. Mi hijo, todavía con vida, encontró fuerzas para pronunciar sus últimas palabras.
-Margarita no tiene la culpa.
Las dijo en ese tono de reproche que habitualmente empleaba conmigo.
FIN

El Diccionario
Palabritas raras

- Ajorca: Especie de argolla de oro, plata u otro metal, usada por las mujeres para adornar las muñecas, brazos o gargantas de los pies.
- Ardentía: 1. Ardor. 2. Pirosis. 3. Especie de reverberación fosfórica que suele mostrarse en las olas agitadas y a veces en la mar tranquila.
- Aquicel : 1. Vestidura morisca a modo de capa, comúnmente blanca y de lana.
- Bular: Sellar o marcar con hierro al reo.
- Calandraca: 1. Sopa que se hace a bordo con pedazos de galleta cuando escasean los víveres. En marina. 2. Calandrajo. (Persona ridícula). En América.
- Cancamusa: Dicho o hecho con que se pretende desorientar a alguien para que no advierta el engaño de que va a ser objeto.
- Chuzo:  1. Palo armado con un pincho de hierro, que se usa para defenderse y ofender. 2. Carámbano (pedazo de hielo).
- Colodro: Especie de calzado de madera
- Procrastinar: Diferir, aplazar. 2. Cierto tejido que servía para cubiertas de bancos, mesas u otras cosas.
- Sempiterno: 1. adj. Que durará siempre; que, habiendo tenido principio, no tendrá fin. 2. f. perpetua (planta amarantácea). 3. f. perpetua (flor). 4. f. Tela de lana, basta y muy tupida, que se usaba para vestidos.
- Sinapismo: 1. Cataplasma hecha con polvo de mostaza. En medicina. 2. Persona o cosa que molesta o exaspera. Coloquial.
- Soliloquio: 1. Reflexión en voz alta y a solas. 2. Parlamento que hace de este modo un personaje de obra dramática o de otra semejante.

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