viernes, 11 de febrero de 2011

LITERATURA II - Marguerite Duras

Marguerite Duras (de nombre real Marguerite Donnadieu) nació el 4 de abril de 1914 en Gia Dinh (Vietnam), localidad cercana a Saigón que por aquella época pertenecía a la Indochina francesa.
Era la hija del matrimonio formado por Marie Legrand y el profesor de matemáticas Henri Donnadieu. Duras era el nombre del pueblo francés en el cual su padre había comprado una casa para que su familia pasase los veranos.
Cuando la futura escritora solamente contaba con cuatro años de edad, el padre de Marguerite, que había sido repatriado a Francia tras enfermar gravemente, falleció dejando a su familia en una difícil situación económica. Marie tuvo que trabajar duro para sostener a sus hijos, ofertando clases de francés y tocando el piano en una sala de cine.
En 1932 abandonó su lugar de nacimiento para trasladarse a París, en donde estudiaría Ciencias Políticas y Derecho en la Universidad de la Sorbona, graduándose en 1935, año en el cual comenzó a trabajar como secretaria en el Ministerio de Colonias. En 1939 contrajo matrimonio con Robert Antelme y dos años después abandonó su trabajo en el Ministerio. En 1942 se casó con Dyonis Mascolo y consiguió publicar su primera novela, “Les Impudents” (1942). Dos años después apareció “La Vida Tranquila” (1944). Eran textos primerizos que denotaban su querencia por escritores como Virginia Woolf o Ernest Hemingway. En la época de la ocupación nazi, Marguerite simpatizó con el existencialismo de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir y se afilió al Partido Comunista, colaborando activamente con la Resistencia. A mediados de la década de los 50 abandonaría su afiliación comunista, disconforme con algunas tendencias ideológicas que consideraba machistas, y desencantada con las políticas seguidas en la Unión Soviética.
Su producción como escritora, en muchas ocasiones con trazos autobiográficos, la convirtieron en uno de los principales nombres de la nouveau roman, abordando temas como la soledad, el amor o la muerte.

“Un dique contra el pacífico” (1950) supuso su revelación literaria, asentándose con “El marino de Gibraltar” (1952), “Los caballitos de Tarquinia” (1953) y “El Square: días enteros en las ramas” (1955). “Moderato cantabile” (1958) fue la novela que le consagró internacionalmente. A partir de finales de los años 50, Marguerite trabajó asiduamente en el cine, comenzando una carrera en 1958 como guionista y colaborando con gente como René Clément en “This angry age” (1958) o Alain Resnais en “Hiroshima Mon Amour”. En 1967 dirigió su primera película, “La Música” (1967). Su filmografía como directora se significó por el vanguardismo y la experimentación. Durante los años 60 y 70 y compaginando la literatura con sus actividades cinematográficas, Marguerite escribió títulos como “El arrebato de Lol V. Stein” (1964), “El Vicecónsul” (1965), “La amante inglesa” (1967), “El amor” (1971) o “Canción India” (1973).
A partir de los años 80, Marguerite, que sufrió de alcoholismo, dio inicio a una relación sentimental con el actor y escritor Yann Andreá Steiner, habitual intérprete de sus películas, como así lo fue también Gérard Depardieu.
La novela “El amante” (1984), llevada al cine por Jean-Jacques Annaud con el protagonismo de Jane March y Tony Leung, le sirvió para conseguir el premio Goncourt.
Marguerite murió de cáncer el 3 de marzo de 1996 en París. Tenía 81 años.

Cuento: El tren a Burdeos
Una vez tuve dieciséis años. A esa edad todavía tenía aspecto de niña. Era al volver de Saigón, después del amante chino, en un tren nocturno, el tren de Burdeos, hacia 1930. Yo estaba allí con mi familia, mis dos hermanos y mi madre. Creo que había dos o tres personas más en el vagón de tercera clase con ocho asientos, y también había un hombre joven enfrente mío que me miraba.
Debía de tener treinta años. Debía de ser verano. Yo siempre llevaba estos vestidos claros de las colonias y los pies desnudos en unas sandalias. No tenía sueño. Este hombre me hacía preguntas sobre mi familia, y yo le contaba cómo se vivía en las colonias, las lluvias, el calor, las verandas, la diferencia con Francia, las caminatas por los bosques, y el bachillerato que iba a pasar aquel año, cosas así, de conversación habitual en un tren, cuando uno desembucha toda su historia y la de su familia.
Y luego, de golpe, nos dimos cuenta de que todo el mundo dormía. Mi madre y mis hermanos se habían dormido muy deprisa tras salir de Burdeos. Yo hablaba bajo para no despertarlos. Si me hubieran oído contar las historias de la familia, me habrían prohibido hacerlo con gritos, amenazas y chillidos. Hablar así bajo, con el hombre a solas, había adormecido a los otros tres o cuatro pasajeros del vagón. Con lo cual este hombre y yo éramos los únicos que quedábamos despiertos, y de ese modo empezó todo en el mismo momento, exacta y brutalmente de una sola mirada. En aquella época, no se decía nada de estas cosas, sobre todo en tales circunstancias. De repente, no pudimos hablarnos más. No pudimos, tampoco, mirarnos más, nos quedamos sin fuerzas, fulminados. Soy yo la que dije que debíamos dormir para no estar demasiado cansados a la mañana siguiente, al llegar a París. Él estaba junto a la puerta, apagó la luz. Entre él y yo había un asiento vacío. Me estiré sobre la banqueta, doblé las piernas y cerré los ojos. Oí que abrían la puerta, salió y volvió con una manta de tren que extendió encima mío. Abrí los ojos para sonreírle y darle las gracias. Él dijo: "Por la noche, en los trenes, apagan la calefacción y de madrugada hace frío".
Me quedé dormida. Me desperté por su mano dulce y cálida sobre mis piernas, las estiraba muy lentamente y trataba de subir hacia mi cuerpo. Abrí los ojos apenas. Vi que miraba a la gente del vagón, que la vigilaba, que tenía miedo. En un movimiento muy lento, avancé mi cuerpo hacia él. Puse mis pies contra él. Se los di. Él los cogió. Con los ojos cerrados seguía todos sus movimientos. Al principio eran lentos, luego empezaron a ser cada vez más retardados, contenidos hasta el final, el abandono al goce, tan difícil de soportar como si hubiera gritado.

Hubo un largo momento en que no ocurrió nada, salvo el ruido del tren. Se puso a ir más deprisa y el ruido se hizo ensordecedor. Luego, de nuevo, resultó soportable. Su mano llegó sobre mí. Era salvaje, estaba todavía caliente, tenía miedo. La guardé en la mía. Luego la solté, y la dejé hacer.

El ruido del tren volvió. La mano se retiró, se quedó lejos de mí durante un largo rato, ya no me acuerdo, debí caer dormida.
Volvió.

Acaricia el cuerpo entero y luego acaricia los senos, el vientre, las caderas, en una especie de humor, de dulzura a veces exasperada por el deseo que vuelve. Se detiene a saltos. Está sobre el sexo, temblorosa, dispuesta a morder, ardiente de nuevo. Y luego se va. Razona, sienta la cabeza, se pone amable para decir adiós a la niña. Alrededor de la mano, el ruido del tren. Alrededor del tren, la noche.
El silencio de los pasillos en el ruido del tren. Las paradas que despiertan. Bajó durante la noche.
En París, cuando abrí los ojos, su asiento estaba vacío.

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